7/6/10

CAMINO DE SANTIAGO ( I )

Hace muy poco hice el Camino de Santiago. El entrañable Guillermo, que tanta sabiduría aportó en su organización, se ha quejado de que no he dicho ni pio en este blog.

Estoy seguro de que seguiría siendo mi amigo aunque no hiciera caso de su queja. Pero. conservando su amistad, correría el riesgo de perder a uno de mis tres lectores. Y tan bestial sangría porcentual de auditorio no me la puedo permitir.

Lo de querer ir andando a Santiago me viene de lejos, de los años sesenta cuando no estaba de moda. Entonces Galicia quedaba muy lejos y en mi cabeza el Camino de Santiago flotaba entre la galaxia de las Cruzadas y la nebulosa de los templarios. No existían guias publicadas, ni internet, ni albergues, ni la Xunta, ni el Xacobeo, ni tan siquiera peregrinos. Salvo Santiago de Compostela, no había nada de nada y lo que en su día hubo era polvo olvidado.

Pero en Zaragoza un coronel de infantería, de 53 años y recién pasado a la reserva, junto a su animosa mujer, lo acababan de recorrer, en casi dos meses. En Almacellas, bajo el increible cielo estrellado de una noche canicular de Julio, nos lo contó despaciosamente el propio protagonista cuando, en una loma que domina el pueblo, varios aragoneses disfrutábamos, con un gran cucurucho de helado en la mano, del primer soplo fresco de un día abrasador.

Nuestro hombre, por fin, había dispuesto de la generosa ración de tiempo necesaria para hacerlo. Poniendo en juego su larga experiencia profesional encaró disciplinadamente el asunto como si se tratara de unas maniobras militares. Rebuscó una ruta solitaria y montaraz que discurriera exclusivamente por caminos inaccesibles a vehículos de motor. Apoyándose en mapas topográficos del Ejército dividió el recorrido en etapas de longitud y esfuerzo razonables. El alojamiento de cada noche, en colgadas aldeas de muy pocos habitantes, tendría que ser, necesariamente, en alguna casa del vecindario. Para localizarlas y concertarlas escribió a bastantes secretarios de Ayuntamiento, echó mano de algunos colegas del ejército en activo y se conectó con párrocos y cuartelillos rurales de la Guardia Civil.

En poco tiempo redondeó un plan perfecto.

Diseño también un programa racional de entrenamiento, del que su esposa se escabulló, y seleccionó cuidadosamente sus mejores botas militares que engrasó con mimo. Su mujer prefirió, con despreocupación, dos pares de alpargatas. (Ya en la segunda etapa él padeció las primeras ampollas, que no fueron las últimas, mientras ella y sus alpargatas llegaron a Santiago tan frescas)

Cargando pesadas mochilas hicieron metódicamente tan dilatado recorrido. No les faltó el frío, mucho frío, ni el acompañamiento del sol y la lluvia a partes iguales. Nunca escasearon de buen humor porque la alegría la llevaban dentro.

Un contertulio pregunto:

-¿Tuvisteis alguna dificultad seria?

-Sólo una vez
-contestó-, entre Palencia y Leon. Se iba acercando la noche y, con tiempo desapacible, tras coronar un desamparado puerto, pasamos por delante de una majada con ganado. Allí, en posición amenazadora y sin ladridos, nos rodearon media docena de grandes perros. Mi mujer, con gritos histéricos, pidió a los pastores, ya recogidos, que llamaran a los perros. Salieron silenciosos pero, inexplicablemente, no hicieron nada.

En la tertulia se hizo un silencio largo. Hasta los grillos y las chicharras callaron a la espera.

-Se resolvió gracias a la Chata -remató nuestro narrador como hablando para si mismo.

-¿¿¿...???

El coronel se levantó con parsimonia y se dirigió despacio hacia su coche, oculto en la oscuridad que nos rodeaba.

Cuando volvió a aparecer en la zona iluminada nos presentó a la Chata.

Era...¡su pistola de reglamento!

Una vez repuestos de la sorpresa otra voz tímida preguntó:

-¿Disparaste a los perros?

Con cierto brillo socarrón en sus ojos contestó en voz baja:

-¡No!. ¡Apunté a los pastores!

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Meses después aquella notable pareja se enroló en una ONG y marchó, sin billete de vuelta, a ayudar a los habitantes del pais mas desgraciado de latinoamérica. Por razones profesionales yo dejé Zaragoza, también sin billete de vuelta.

Y ya no supe más de ellos

Pero, junto a un grato recuerdo, me quedó una diminuta semilla del Camino de Santiago que, a los pocos días, archivé en el último cajón de mi memoria.

Mil años después, cuando me jubilaron, en la olvidada semilla de aquel olvidado cajón empezó a asomar un debil y retador brote verde.