29/9/09

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Hoy estoy cumpliendo setenta y un años.

Esta mañana, por ser martes, la he pasado con un grupo de antigüos colegas bienhumorados, ágiles de cabeza y poco aficionados a ejercer de abuelo cebolleta. Y eso a pesar de que bastantes de ellos circulan desde hace tiempo -y a toda pastilla- por la autopista de los ochenta.

El fundador de este "club" estableció, en sus estatutos verbales, dos únicos noes:

  • Prohibido hablar de nuestra antigüa profesión común
  • Prohibido hablar de enfermedades.
En su cumplimiento hay sus más y sus menos.

Por dentro mi cumpleaños no ha sido día de moviola ni de añoranzas sino jornada de agradecimiento a Dios por tantas, por tantísimas, ayudas recibidas. También de sonrojo por lo poco y mal que las he aprovechado. Entiendo que el colmo de la generosidad y del amor tiene que ser dar y darse sin pedir nada a cambio, justo lo que Dios ha hecho con un sordo como yo. ¡Qué paciencia la suya!

Por supuesto, ha sido día de alegría. Hoy estreno, además de un trípode fotográfico y unas acuarelas de campo, una nueva etapa de mi vida, mucho más corta que la pasada. Tan corta que no sé cual podrá ser su unidad de medida: años, meses o días.

Para no complicarme con futuribles inciertos voy a intentar mantener limitado mi horizonte a un solo día, el permanente día de hoy.

Así cada veinticuatro horas serán una página en blanco en la que Dios, que es un padrazo, querría encontrar buena letra y un poco de salero.

¿Qué la página sale torcida, con tachaduras? No es un drama. Mañana estreno otra y lo pasado, pasado. A recomenzar.

Me niego rotundamente a pensar que, dejado ya muy atrás el ecuador de la vida, llegue la "cuesta abajo".

El viaje hacia la eternidad es un recorrido desigual. Pero siempre cuesta arriba. Afortunadamente